Hemos llegado al tercer
domingo de Cuaresma. En este día, el evangelio nos pone ante los ojos una
escena que nos puede desconcertar: Jesús echa del templo a los mercaderes.
Jesús, por medio de un
gesto profético, nos quiere decir que el templo no es solamente un edificio y
un conjunto de piedras colocadas artísticamente. El templo es mucho más que
esto: es un lugar de encuentro con Dios, un espacio de relación con Él, un
lugar de oración y de escucha de su Palabra. Por eso no se puede banalizar, no
se puede hacer un uso cualquiera. Movido
por esta convicción, Jesús expulsa a todos aquellos que están haciendo de la
relación con Dios un negocio y, con su actitud, empujan a otras personas a
alejarse de Él.
Y Jesús va todavía mucho
más allá: el auténtico templo somos cada uno de nosotros; toda persona es un
templo del mismo Dios. Es cierto que el templo, como edificio, tiene que ser
respetado, valorado, tratado como tal, pero mucho más todavía la persona de
cada uno de los hermanos y hermanas que son el lugar privilegiado donde Dios
habita.
Si cuidamos cura del
templo como lugar de relación con Dios, ¡como no tenemos que cuidar de nosotros mismos y de
cada una de las personas que tratamos en nuestra vida!
Que la conciencia que
Dios habita realmente en nosotros y en los demás nos acompañe en el recorrido
de este camino que nos lleva hacia la Pascua.
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